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El boom del flujo turístico provocado por la devaluación de la moneda sumado al cándido artículo de algún joven pasante del suplemento de viajes e inversiones del New York Times es tal que una viejita que mendiga monedas en la puerta de la Catedral Metropolitana, en pleno Buenos Aires, puede tener un cartel que diga:
“Classes started in March and I need to buy some school stuff for my children”
...o algo así.
Más allá de la redacción, que zafa (lo importante sería saber quién se lo escribió) el hecho es comprensible. Buenos Aires -vale recordar la intensidad ignífuga de los negocios fósforo- siempre se destacó por la capacidad difusora del ciclo económico del momento. Exprimir la naranja y limpiar la piel. Buenos Aires está tan condenada al éxito como a quedar siempre dentro del mundo. No es casualidad, entonces, ciertas palabras vencidas. Algunos años atrás, Cristina Civale editaba un libelo testimonial levemente almodovaresco llamado “Hijos de mala madre”. Ayer lo vi en una mesa de saldos por Avenida de Mayo camino al Boston. Un afano: $10. El libro, en algún punto, era una crónica épica sobre la generación que rondaba los treinta y pico allá por mediados de los ’90. Acá hay un extracto. Miro la tapa para identificar a la generación: reconozco a Agresti, a Pauls, a Fresán (aunque en la foto se parece mucho a Sergio Olguín), a Alan Faena, a Lanata, creo que a Laura Ramos también. Hojeo un poco y caigo en un apartado –estoy seguro que habría que llamarlo así- que intenta reflejar, a su modo, el consumo de drogas durante la década turca. Está tan lleno de errores de todo tipo que se me cierra solo. Más que leer el relato del consumo de merca en la noche porteña, parece como si leyera la pintoresca narración de un colocón en plena Movida. Sombra terrible de Fito, te invoco: no sé si es Baires o Madrid. A fin de cuentas, dejando de lado la cosa de gran comunidad imaginaria de los hijos de la diáspora progresista y el under ochentista, en el sujeto del libro de Civale se me aparece un futuro fetiche vintage. Hace un tiempo un amigo me dijo: “el progresismo es sólo una corriente de opinión”. No sé si hoy seguirá sosteniendo esa misma idea. Pero la verdad es que, ahora, el progresismo no me importa. La corriente que braceaba las mismas olas que el gran océano de la época derramaba sobre las costas del sentido. No importa.
Todos somos progresistas.

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