6.3.06
o poeta e o violão
No leí El Código Da Vinci ni pienso ver la película. Una razón de peso es que no me gusta ver películas basadas en libros sin haber leído primero el original –y en este caso, la negación de un elemento niega por extensión al otro. Un ejemplo que me marcó en este sentido es Trainspotting: vi la película quinientas mil veces pero el libro se me cayó de las manos; a cada página que pasaba sentía que ya sabía lo que venía o esperaba esa escena que tanto me había gustado de la película mientras descubría que las formas de representación cambian trágicamente de un soporte a otro –aunque en este caso se deba más que nada a que la edición de Anagrama del libro de Welsh la compré en España, en un local de El Corte Inglés, y la proliferación de localismos como “capullo” me suenan levemente lejanas, pesadas como las peores letras de Fito.
En realidad, otro motivo es que en la peli actúa Tom Hanks. Detesto a Tom Hanks. Me resulta algo así como el Julián Weich yanqui; aunque al primero todavía le quede “Bachelor Party” para reivindicar su carrera.
A lo que iba, en definitiva, es que en la edición del último domingo del diario Perfil, salió una nota de investigación bastante linda (mi debut como votante fue en las presidenciales del ’99, ergo, soy carne de cañón de los documentos periodísticos de investigación) revelando los secretos internos del Opus Dei y ahí descubrí (tarde) que el malo del libro y por ende de la versión cinematográfica es un numerario de la Obra llamado Silas. Sé poco y nada de fútbol, y lo que todavía guardo de “pasión” no es precisamente un cariño (debido a cuestiones familiares) por San Lorenzo. Pero historias como la de Paulo Silas –o por poner otro ejemplo: Lechuga Roa- con sus búsquedas místicas que le devuelven al fútbol eso que la velocidad del mercado le robó (¡humanidad!) me conmueven fuertemente.
Vaya un sentido homenaje, entonces, al Atleta de Cristo.
Por lo pronto, la versión del best-seller que sí pienso leer, no es otra que la que está craneando Casas.
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