Que alguien me ayude: para mí eran un millón los árboles que había propuesto plantar Adolfo Rodríguez Saa durante su hiper precoz presidencia y que luego siguió sosteniendo como uno de sus ejes de campaña durante las elecciones de 2003, poniendo en peligro el ecosistema local. Al menos, ése es el número que yo retuve. Consultando en el Google, los resultados no se ponen de acuerdo. Una fórmula como “adolfo rodriguez saa + un millon de arboles” devuelve un puñado de entradas dentro de las cuales, algunas, confirman mi memoria mediática, pero otras, la mayoría, prefieren hablar de mil doscientos millones de semillas puntanas sembradas a lo largo del país. En cualquiera de los casos, el “grotesco” existió, y su recuerdo hiperbolizado –fuese cual fuese el número real de árboles- pareciera ser tan sólo una de las facetas de la instancia de recepción. Quiero decir: sólo una profunda ingenuidad, por llamarla de alguna manera, se atrevería a asegurar que aquélla desesperada escenografía de gestión o el prontuario del ex intendente Carlos Alfredo Grosso, aceleraron la pronta caída del Payaso Pepino. Sucede que el humor político –esa rara circularidad que asume la meditación no confesional de la crítica y la lectura, tan cara a afectaciones programáticas del estilo CQC, en el peor de los casos; no en los otros, que los hay- late sólo gracias a la diástole que le infringe un profundo interrogante sobre el “tiempo presente”. Es una confesión: tal vez yo sea un menemista a la distancia. En definitiva, el progresismo parecería ser sólo el espejismo de un mundo virtual, prístino, reluciente; aunque antes de ser antiprogresista preferiría ser fascista y llevarme puesto a mí mismo, o ser un oficialista avant l'époque, o afiliarme al PJ, o explicar convencido los logros de la gestión Curto. Quizá sólo sea un tipo informado: desde que me mudé a Constitución Soho, lejos de la bachata, subieron las acciones de mi admiración hacia Lou Reed. Nada como su New York aterciopelada, sus travestis, sus colegialas profesionales en el arte del giving head, sus linyeras y sus luces blancas para explicarme mi barrio de hoy. ¿Barrio kirchnerista?, lo dudo mucho. Ya nadie va a escuchar la remera que compré en una feria americana por Palermo; ya nadie se va a turbar por un solo de guitarra. Una viola obligada. Otra vez: es una confesión. ¿Dónde estoy parado? Al fin y al cabo, esa sonrisa del Adolfo, en el cartel del Comando Nacional del extinto MNP de la avenida Entre Ríos, a la altura de Cochabamba, con su impureza, su arte de lo posible, su pericia acomodaticia, su lectura de los tiempos, su feudo, su “fascismo mágico”, su distancia, mi primarización, hoy, me sigue resultando cándidamente perturbadora.
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