14.2.06

que florezcan tres mil flores

El domingo, con Seba, discutíamos sobre la relevancia del llamado "rock progresivo" -relevancia que en mi caso, con sus honrosas excepciones, considero menor- y recordamos "Owner of a lonely heart". En realidad "recordar", en este tipo de casos, no me parece un término tan apropiado. Tendría que hallar otro verbo que diera mayor cuenta de una canción que, más allá de no ser demasiado fiel a sus autores (no, por lo menos, a su primer disco) se encuentra sólidamente instalada en el magma de los objetos culturales que trascienden las fronteras de sus respectivos géneros, compositores, épocas y/o búsquedas artístico-comerciales para descansar plácidamente en, por ejemplo, un compilado de Gustavo Luteral o unos enganchados de Pont Lezica.
El hecho es que hoy tardé bastante en darme cuenta de que era San Valentín. Cuando divisé a esa parejita, a las nueve menos cuarto de la mañana, en el atiborrado andén de la línea A en Primera Junta, él con su cara lavada y fisic du rol de egresado de la UCES, y ella todavía dormida, burlando la teoría enferma de Blanqui al portar una segura continuidad genética apenas actualizada con la cadena de su madre y un ramito de claveles en la mano, sólo supuse que se trataba de otra insoportable sinecdóque impositiva de aquello que los trostkistas suelen llamar "continuismo".
Después, en la oficina, alguien mencionó algo del día de los enamorados y caí en la realidad.
La realidad es que se debieron haber vendido bastantes flores en Buenos Aires -a instancias del fracaso de Sofovich que terminó por eliminar al oso Teddy del mercado argentino hace ya más de un lustro. Buscando por la red información acerca del nuevo disco de Destroyer, me topé con la posibilidad de enviar este Valentine's greeting a quien tuviera un mínimo interés en conocer a esta banda de canadienses a través de una humilde campaña de prensa en vistas al próximo lanzamiento y que todavía hace creer que ciertas operaciones de difusión son un poco más agradables y menos nocivas que el topples de Susana, a meses de firmar un nuevo contrato televisivo.
Hace por lo menos cinco días que Rubies es el único disco que escucho. No recuerdo exáctamente cuándo fue la última vez que sufrí de un ataque tal de (sobre) excitación con respecto a un nuevo lanzamiento musical. Quiero decir: muchos discos me conmovieron pero se me hace difícil recordar semejante vibración desde, por lo menos, la primera vez que escuché Radiator.
Destroyer es una de esas grandes bandas que, cuando queremos decir algo acerca de ellas o de sus discos, cualquier palabra termina fracasando frente a la sensación que se tiene al escucharlos en una noche de humedad, un viaje en colectivo, en subte, caminando por Talcahuano a las siete de la tarde, o viendo a los desnostados pibes del parabrisas recibiendo de manos de un trabajador sonriente el dinero que les corresponde por vender ramos de jazmines comprados a la vuelta del comité central de la Iglesia Universal del Reino de Dios.
Con escucharlos sólo una vez uno se tienta a cierta perífrasis fresaniana, de la que el grupo no parece exento, y que tal vez sólo signifique un paso más en mi impericia. La sensación de estar escuchando al hijo post-Pavement que, luego de una lujuriosa noche berlinesa, tuvieron David Bowie y Lou Reed, o que Dan Bejar es el Bob Dylan de Blonde on Blonde poseído por el espíritu de Marc Bolan tras mezclar brillantemente a Yo La Tengo con Mercury Rev, es una sensación velozmente absorbida por el poder de canciones como la que titula el disco, la que aparece en el título de este post o, sobre todas las cosas, European Oil, uno de los temas del año, y que tiene el poder vital de condensar en poco menos de cinco minutos de música el gusto cromático que debe tener el aceite de una flor cuando se la abandona varios días en un vasito con agua destilada por un purificador.
Escuchar Rubies en un colectivo un 14 de febrero es una experiencia recomendable -lástima que sólo pueda suceder o pasar, simplemente pasar, una vez al año. Así se hace más permisible vislumbrar el panorama de esa ordalía de muchachos enfundados en remeras estampadas con frases en italiano, extraídas de alguna publicidad televisiva o de la lela picardía del argot Creamifields, como ésa que dice Doping+, mientras un juez de apellido Niño le devuelve a Página/12 la posibilidad de tener una tapa inconfundiblemente progresista. Es curioso ver cómo este juez, además de apelar a los artículos 14 y 19 para defender la despenalización de la marihuana, recurra al primero de la Constitución, aquél de la forma repúblicana de gobierno y de la racionalidad.
Otra hubiera sido la historia si el fiscal Marijuan hubiese reemplazado a Teresita de Anchorena en la lista de Lilita.
Para los enamorados, entonces, y para el juez Niño, va dedicada esta canción de Raphael:
!Ay! Sandunga
Sandunga tu amor yo quiero
Si no me lo das Sandunga
Sandunga de amor me muero!

¡Ay! Sandunga
Sandunga no seas tan cruel
Y no me niegues Sandunga
Tu boca que sabe a miel

Me paso la noche en vela
soñando que soy tu dueño
y luego por la mañana
comprendo que ha sido un sueño

!Ay! Sandunga
Sandunga tu amor yo quiero
Si no me lo das Sandunga
Sandunga de amor me muero!


(...)

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