6.7.06
capítulo 1: trova víctor jara
Los hijos decembristas, lepidopteros in extenso, vivimos un turno completo de unidad gramatical. Alianza de lenguaje. El único resquicio de clase en el libro urbano está en la coda de un acento. Son las nueve de la mañana, y en el himen de la duermevela, Marcos calcula el tratamiento residual del pasado inmediato. Enciende el velador, piensa: hoy compro un despertador. Cuatro días seguidos quedándose dormido; ahora, deja de confiar en cierta benevolencia de sus empleadores. Existe, sin embargo, una mínima chance de hilvanar los sucesos de la noche pasada. En el timer del equipo de música, un disco grabado a mediados de los noventa. Extended version de un Unidos en Chile - Música por la Memoria. Quila. Inti. El click de un nuevo día abre con la misma densidad del fade nocturno. Una chica con la remera de Revolver. Dos o tres años antes, Marcos conoció a una chica llamada Astrid. Hija de húngaros o rumanos, en cualquiera de los casos, algún último bastión de la pobreza estructural en Europa Oriental tras el milagro económico polaco. Sus padres ignoraban la filología del nombre: Astrid, la novia de Pete Best, suponía Marcos, era la responsable del estilismo beatle. Pero la Astrid del flequillo era alemana y la suya era argentina y físicamente parecía más bien ucraniana: rubia como desteñida y piezas dentales perfectas. De ella, Marcos heredó el disco.
Dejó la cama acalambrado: estaba durmiendo poco y el salto del sueño inestable de esas cuatro o cinco horas al movimiento habitual de la jornada lo dejaba entumecido. Una posibilidad remota a futuro era recolectar una abundante cantidad de boletos de colectivo para cambiar en un hospital público por una silla de ruedas. Descartó el café: prepararlo implicaría entre 5 y 7 minutos entre el primer hervor del agua y el batido de las cucharadas de café instantáneo y azúcar. Revisó la heladera: bastante bien pero nada para desayunar en el camino. En algún punto, Marcos ejercitó un atisbo de bronca. Lo enojaba, lo exasperaba esa situación. De cuatro días hábiles, en por lo menos tres se quedó dormido. Sin un radio reloj cualquiera de 10 pesos recurrió al equipo de música. Configuraba el timer a las 7:04 de la mañana, convencido de esa teoría personal según la cual una alarma programada a una hora redondeada (en punto, y diez, menos cuarto) nunca sirve para despertarlo. Sin caos en el orden lineal del tiempo, la vigilia preconsciente no se da por aludida. Por lo demás, nunca tuvo demasiadas justificaciones al respecto; sólo un trabajo de campo empírico con pruebas recavadas a lo largo de mañanas y mañanas en que el ruido de una alarma a las 7:13 a.m., por ejemplo, lo eyectaba de la cama. Ahora, otra vez recubierto con una máscara de legañas y costra de saliva en la barba, pensaba en comprar un despertador. Arriesgarse a dejar de nuevo que un folklore andino o la antología romántica de un clásico de los ochenta, productos para la nostalgia, intentara sin éxito arrancarlo de la cama, no tenía ninguna clase de sentido.
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